A partir de mayo, gracias a la Ley de Acceso a la Información, decretada por Dilma Rousseff, está permitida la libre consulta a todos los documentos reunidos en el Archivo Nacional. Las revelaciones fueron impactantes.
En Brasil, los trabajos de la Comisión de la Verdad instaurada por ley avanzan. Hay una curiosa contradicción: instituida para averiguar y hacer públicos los secretos de la dictadura militar, la comisión estableció, de salida, una agenda secreta. O sea: los testimonios prestados hasta ahora permanecen en secreto. Un integrante del grupo explica que se optó por esa medida para evitar presiones sobre los antiguos agentes del Estado, y que en el informe final se conocerá todo.
Uno de los que han sido convocados y comparecieron fue un señor de ascendencia japonesa, de 85 años y mala fama muy bien justificada: Harry Shibata, el médico legista que firmó cantidades de certificados de óbito atribuyendo muertes mentirosas a los asesinados en las mazmorras de la dictadura. La más famosa mentira de Shibata ha sido el documento indicando que el periodista Vladimir Herzog cometió suicidio, en 1975. Herzog, como décadas después reconoció formalmente el presidente Fernando Henrique Cardoso en nombre del Estado brasileño, fue muerto en una cámara de tortura. Su familia ha sido indemnizada, sus verdugos están libres.
Mientras la comisión trabaja en silencio y muy discretamente, los documentos puestos al abrigo del Archivo Nacional y ahora abiertos al público se transforman en fuente de revelaciones.
En los primeros días de julio fueron encontradas fotos del cadáver de Ruy Berbert, asesinado en 1972, a los 24 años. Ruy era uno de los integrantes de la guerrilla que el Partido Comunista do Brasil, de tendencia maoísta, había intentado implantar en la Amazonia, en la región del río Araguaia. La familia jamás aceptó la versión de suicidio, y las fotos comprueban que la versión oficial, de que Ruy Berbert se ahorcó no es verídica. Su caso será reabierto por la Comisión de la Verdad.
A partir de mayo, gracias a la Ley de Acceso a la Información, decretada por Dilma Rousseff, está permitida la libre consulta a todos los documentos reunidos en el Archivo Nacional. Así se abrió una amplia ventana para que se conozcan informaciones importantes que siempre fueron mantenidas en secreto.
A fines de junio, el Ministerio de Defensa anunció formalmente haber encontrado documentos secretos del antiguo Estado Mayor de las Fuerzas Armadas. Ese material fue enviado al Archivo Nacional, que deberá organizarlo y abrir su contenido al público. En ese caso, no se esperan grandes revelaciones: los comandantes de las tres armas siguen insistiendo, con placidez monástica, en que los papeles verdaderamente comprometedores han sido destruidos por los altos mandos, tan pronto se restauró la democracia en el país.
Sea como fuere, las revelaciones empiezan a surgir por todos lados. Hace unos días se rescataron las declaraciones de Dilma Rousseff en 2001, frente a la Comisión de Derechos Humanos de Minas Gerais, provincia en que nació y donde pasó por los calabozos. Luego de recordar las agresiones y torturas sufridas, la ex militante y actual presidenta declaró: “Yo soy las marcas de la tortura. Esas marcas hacen parte de mí”.
Es razonable esperar que un sinfín de declaraciones como ésa aparezca de la apertura de miles de documentos recogidos en el Archivo Nacional. Los responsables de los crímenes cometidos mientras duró el terrorismo de Estado viven su impunidad bajo el amparo de la anacrónica Ley de Amnistía decretada todavía en la dictadura y sacramentada, en un fallo bizarro, por el Supremo Tribunal Federal hace un par de años.
Al mismo tiempo, la presión de la Justicia sobre los represores aumenta. En varias partes del país corren unas 70 causas judiciales abiertas por procuradores públicos, siendo una de ellas, en Río, llevada adelante nada menos que por un fiscal de la Justicia Militar. La intención de esos procuradores es encontrar, identificar y responsabilizar judicialmente a los autores de crímenes de lesa humanidad.
Pese a la malhadada Ley de Amnistía, se abren precedentes importantes. Ahora mismo, en San Pablo, un notorio torturador, el coronel del Ejército Carlos Alberto Brilhante Ustra, fue condenado a pagar una indemnización de cien mil reales (doscientos mil pesos) a la familia del periodista Luiz Merlino, asesinado en 1971 en una prisión clandestina que él comandaba. Los abogados del torturador recurrieron la sentencia, pero quedó el precedente: esa vez, la Ley de Amnistía no sirvió para asegurar la impunidad a uno de los tipos más sanguinarios de la época más sangrienta de la represión en Brasil.
La Comisión de la Verdad no tiene poder de punir, pero los datos que logre reunir y consolidar servirán para que el Ministerio Público busque brechas legales para buscar punición a los culpables.
Algo cambió, y ese algo es lo que está en los archivos hasta ahora desconocidos. Gracias a las declaraciones de Dilma Rousseff a la Comisión de Derechos Humanos de Minas Gerais, en 2001, ha sido posible ahora identificar al capitán del Ejército que, a golpes, le arrancó un diente y la sometió a toda clase de vejaciones. Se llamaba Benoni de Arruda Albernaz. Murió en 1992.
Otros están vivos. Y saben que en cualquier momento la verdad podrá golpear las puertas y ventanas de su absurda impunidad.